El campo de mandrágoras

 

 

 

 

El pueblo podría ser un pueblo como otros miles de pueblos, sin historia, sin nombre y casi sin lugar en la campiña francesa. Desde la vieja Revolución, allí no había pasado nada absolutamente reseñable. Los casi mil habitantes del villorrio disfrutaban de una apacible existencia entre piojos, ratas, pulgas y demás insectos que se crían en los lugares donde la higiene brilla por su ausencia. Luc, el farmacéutico, con posición cómoda, era de los pocos que disfrutaban de agua corriente. Por eso paseaba tan acicalado y limpio cada día al cerrar la botica. Franc, el mancebo, superaba ya los diecinueve años. Llevaba trabajando en la farmacia de Luc, algo más de dos años.

Todas las viejas disfrutaban de su ágil y rápida conversación. Presumía de estar enterado de todo lo que ocurría a varios kilómetros a la redonda, como si en realidad, ocurriese algo. Luc era un verdadero inventor de historias. Con las fórmulas magistrales, a las que atribuía verdaderas propiedades curativas, aunque algunas de ellas fueran un fraude total, se le oía acompañarlas de todo tipo de leyendas y cuentos. Pero lo que Luc jamás contaba era por qué a escasos metros del corralón de la casa de Franc, existía un campo de mandrágoras.

Un domingo por la tarde llegó al pueblo un viejo peregrino que buscaba señales para alcanzar la ruta francesa del Camino de Santiago. Despistado, recorrió toda la población en busca de alguien que pudiera ayudarle. Pero los cálidos domingos eran aprovechados por casi todos los habitantes del pueblo para descansar en largas y silenciosas siestas.

Sin embargo, un cuchicheo llevó al peregrino a un extraño campo de flores que descubrió siguiendo el bisbisear prendido en el aire. Con paso cadencioso, alcanzó a ver como un joven disfrutaba de un hombre algo más mayor. Por un segundo, el joven lanzaba un alarido y se despegaba del cuerpo del hombre. Una enorme eyaculación nívea regó el campo. Era su pequeña muerte dominical. La de Luc, el mancebo. Franc, descubriendo al vagabundo, se incorporó y trató de alcanzarlo. Éste, despavorido, corrió abandonando el pueblo al que no regresaría nunca más.

Luc miraba como el miembro de Franc, retornando de su carrera, aumentaba al observarlo tumbado entre sus mandrágoras. A Franc le excitaba aquella estampa. Al acercarse, Franc le susurró:

– Sabes, en este terreno, con la Revolución, fueron ahorcados mil quinientos hombres. Si cuentas, hay más de dos mil mandrágoras. Nacen cada año en recuerdo de sus eyaculaciones post mortem. Pero nosotros hemos conseguido que crezcan más. Sin embargo, mom petit amour, ha llegado la hora de que las nuevas mandrágoras sean de otro color.

Luc sintió entonces como su cabeza estallaba en calor. A los pocos segundos, la luz que iluminaba su especial campo de mandrágoras, se tornaba oscuro como una noche eterna. Desde aquel domingo, no volvieron a nacer las plantas. El campo yermo de semen, en recuerdo del joven Luc, decidió autosecarse.

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Para la serie: ¿Qué se siente al morir unas cincuenta veces?