Go West! (2)

 

 

 

Diario IDEAL, 1 abril 2015

Lo prometido es deuda y ya estoy de regreso en este rincón y, a sabiendas de todo lo que ha pasado estos días, a lo que no pienso dedicar ni un segundo más de mi vida (que cada palo aguante su vela), vengo en esta ocasión a realizar un breve esbozo de mi paseo por el lejano Oeste (el de verdad) que me ha llevado hasta las tierra de Idaho, uno de los cincuentas estados que comparten soberanía con el gobierno federal de los Estados Unidos de América. Cuando llegas a un lugar de estos lo primero que sueles hacer es tomar referencias y cuando ves que el litro de leche o de gasolina apenas llega a los sesenta céntimos, te das cuenta de que estás en otra dimensión. ¡Veinte dólares por llenar un depósito de gasolina! Ahora entiendes por qué todo lo que ves está pensado por y para el coche. En un estado con la mitad de tierra que España y apenas 1,5 millones de habitantes, supone una inmensa despoblación e inmensas extensiones, lo que permite que las casas gocen de precios muy competitivos (150.000 dólares por una casa de 300 metros cuadrados y 4.000 m2 de finca), las ciudades sean extensísimas y las distancias, más o menos del mismo calibre.

En Idaho se vive fundamentalmente de la ganadería y la agricultura. Es el estado de la patata y las vacas. Del camping, hunting y el fishing, o sea, de la montaña, de la caza y la pesca. Las grandes superficies están repletas de todo tipo de utensilios para la prácticas de estos deportes, incluyendo, efectivamente las armas. Hay que estar allí para entender por qué este aspecto que tanto denostamos en Europa allí es casi de vital importancia tenerlas y usarlas. Cuando tu ganado, tus cabras o tus gallinas, de las que te alimentas, corren peligro por ser devorados por lobos o coyotes, o disparas o te (las) comen.

Idaho es así mismo tierra de cowboys, de los de verdad, de los que salen en las películas donde Montana (estado gemelo a Idaho), por ejemplo, hace de estudio de rodaje. Los caballos (y esos inmensos remolques que cuelgan de sus gigantescos pickups) son su pasión. Las estrellas de la noche, cervezas y una buena conversación alrededor del campfire es suficiente para disfrutar de las noches despejadas en este estado que limita al norte con Canadá, tiene parte de Yellowstone en su territorio (cerrado en invierno) y tiene en Bear Lake uno de los espacios naturales más espectaculares que yo haya visto jamás, con el lago a modo de playa y con una extensión casi oceánica, que permite a los rednecks de Idaho, tener su propia playa.

Porque en este tierra ser redneck, es decir ‘cogote rojo’ (o cateto del Oeste), es un orgullo. Y si no hay que ver las camisetas de Duck Dynasty para darse cuenta de que las barbas, los rifles, los calzones de camuflaje, hacen furor en esa tierra donde por cierto, la gente es amabilísima. Ya no sólo destaco la atención en establecimientos de hostelería (en USA como se vive de las propinas en las mayoría de los casos, la atención es, simplemente, exquisita), sino que en gasolineras, supermercados, tiendas diversas, etc, la cortesía, la simpatía y las buenas formas, de los/las que te atienden, raya en lo perfecto.

Y para no despistarme más indicar que además he conocido el High School (instituto) público donde estudia mi hijo. Francamente asombrado. Apenas 300 alumnos y como siempre, el deporte como escudo insigne. Ver sus instalaciones y como sus alumnos y entrenadores dan uso de las mismas, eso sí que me ha dado envidia. Allí no extraña que te citan a las 6 am para entrenar o que un miércoles, tras acabar las clases, a las 5 pm haya un ‘meeting’ con otros ‘high schools’ de la zona y competir. Porque hay que competir y enseñar a ello. Y premiar. Y premiar a los mejores. A los mejores estudiantes y deportistas. Porque los mejores, los que se esfuerzan en serlo, en estudio y deporte, tienen las puertas abiertas en las universidades que se matan entre ellas por tenerlos en sus aulas. Porque las universidades buscan en los institutos el talento, algo que es envidiable también.

He venido de este viaje, como de otros muchos, con más riqueza cultural, emocional, visual, olfativa que nunca. Cargado de fotos, impregnado de olor a caminos de tierra, fuego, pólvora y barbacoa. Con el sol pegado en mi frente y sobre todo, con la inmensa fortuna de ver a mi hijo en un estado de complicidad y felicidad, que lejos de producirte añoranza, por lo menos a mí, me ha llenado de honda satisfacción al ver que muchas de las cosas que le he enseñado, mostrado y compartido, a lo largo de estos dieciséis años de vida, las lleva a gala, las practica y le están dando unos resultados fantásticos en un lugar donde, si los ejerces, no sólo te los reconocen sino que además, te premian por ello.

Y es que el triunfo, la superación, el esfuerzo, la iniciativa, allí no es pecado. Es, simplemente, una virtud. Y eso sí que da envidia, muuuuuucha envidia. De la sana. Porque la cara b de esto es que cuando llegas de regreso y te das con los noticieros en la cara piensas ¡qué coño hago yo aquí! Nunca antes, contar estrellas, fue tan emocionante.