La sonrisa farmacéutica

Diario IDEAL, 7 agosto 2013

Ser capital de provincia, tal vez, un día, dio cierto relumbre. Sin embargo, a estas alturas de siglo esta ciudad es una señorita que pudo haber sido reina y se quedó para limpiadora. Todo su posible esplendor se alojó en el cubo de la basura en el que se mezclaban rancios abolengos, corrupción pública, servilismo, y toda clase de cainismo capitalino, muy típico en lugares donde la miseria se esconde debajo de los colchones.

Aquí, gracias a la endogamia laboral, se colocaban a primos, tíos y familiares en cualquiera de las escasas vacantes que la paupérrima ciudad ofrecía a sus ciudadanos, ahora, inmersa en una larga y amodorrante crisis que la había borrado del mapa de un plumazo. Simplemente, esa ciudad no existía. Años atrás, al menos, era punto de referencia de los miles de emigrantes que salían con sus maletas atadas con guita de ‘a dos pesetas el metro’ desde su estación, pero, los caudillos postmodernos, la habían aniquilado. Invisible

En esta realidad, ser farmacéutica era todo un privilegio. La verdad es que conocer las enfermedades, dolencias y padeceres de muchos de aquellos capitalinos desvelaba en qué garito inmundo callejero o de carretera había estado el marido de tal o cual, o quién andaba regular en su tránsito intestinal, o simplemente, qué privilegiada y rica señora cabalgaba a lomos de una depresión que ni el caballo blanco de Santiago podía curar.

Así es el oficio de farmacéutica. Discreto, pero como el de un cura. El cura, cura el alma. La farmacéutica cura las heridas, la cabeza, el ano hemorroidal o la infección del puticlub más cercano. Todo ello descontando las prescriptoras mañanas en las que sólo se dedicaba a atender a los más viejos del lugar que, día tras día, y sin nada que hacer, pasaban horas muertas en el mostrador intentando aliviar su geriátrico aburrimiento. La ciudad invisible era aburrida hasta para los más mayores que, desesperados, añoraban aquellas tardes de verbenas donde se bailaba el cha-cha-chá desafiando a la censura de los caudillos de antaño.

Invisible ciudad con tardes laborales interminables. Tardes que no se acaban porque el horario del que disfrutaba era el típico horario de ciudad borrada del mapa. Esta lo era. Por eso, en épocas de canícula o frío extremo, las calles permanecían desiertas y por tanto, el mostrador vacío.

La farmacéutica que llevaba en esta situación muchas primaveras, cansada de tardes agónicas, calles desiertas, cainitas peleas de maris, enchufismo arribista, y catetismo social, decidió dar un giro radical a su vida. Al menos, las tardes serían diferentes.

Buscó y rebuscó en Internet en su noches de insomnio. Hasta que un día de agosto dio con la solución. Sus tardes nunca volverían a ser iguales. Nunca más. Al menos largas y aburridas como hasta la fecha.

Desde luego su adquisición, y el cambio sufrido, no pasó desapercibida para ninguno de sus clientes. Pero ni ellos ni ellas lograron descifrar qué extraño suceso había acontecido a aquella farmacéutica que pasó de sonrisas lánguidas, mortecinas y lisérgicas, mestizando con la caduca ciudad, a estallidos espontáneos de felicidad, descontroladas carcajadas y hasta vahídos que duraban algunos segundos, levantando extraños cuchicheos entre las envidiosas clientes y los maromos maleducados que tenían que esperar a que que regresara de sus idas y venidas para expedirles su mata virus de pene.

Aquel muchacho que visitó la farmacia a las seis de la tarde, asistió en directo al alborozo de la farmacéutica, mientras le pedía crema antiinflamatoria. Embargado por la curiosidad decidió esperar hasta que llegara la hora de cierre para averiguar qué extraño sortilegio afectaba a la expendedora de medicamentos. Agazapado tras una enorme maceta que había justo enfrente de su enorme escaparate, esperó a que la chica apagara las luces y descubrió como de repente, debajo del mostrador, salía un enano. Sí, un diminuto hombre que llevaba a modo de casco las braguitas níveas de la farmacéutica. Se las devolvió y ella le besó en su cabeza rapada y brillante. El, en un gesto de felicidad, le sacó la lengua de modo sensual. Ella, como si un escalofrío la recorriera, se llevó su mano a la cara dejando, durante una mínima fracción de tiempo, sus ojos en blanco. Esperó y el enano salió de forma discreta aprovechando la soledad de la calle. Después lo hacía la farmacéutica.

Mientras cerraba la persiana metálica el chico se acercó y con una sonrisa farmacéutica le susurró al oído: