Les Marais

Diario IDEAL, 16 julio 2014

Todos creen que por ser junio y estar en París, uno es el hombre más afortunado del mundo. Y nada de eso. El calor parisino es horrible. Aquí, en ningún sitio, usan aire acondicionado. Si entras en cualquier restaurante a tomar un plato de pasta, aunque sean las siete de la tarde, tus gotas de sudor adornan el mantel como gotas de cera al derretirse una vela. Es junio y estoy en París. Ayer mis compañeros de redacción me decían entre silbidos y aplausos ¡vamos Roberto, tú puedes encontrarlo! No lo dudaba. Jamás dudé que no fuera a conseguirlo. Es mi especialidad. No hay reto que se cruce en mi camino que no pueda superar y eso que éste es complicado. Pero tengo buena escuela. Mis maestros, pese al control de Régimen, han sabido enseñarme a ser un buen sabueso y sacar lo mejor de cada uno de mis objetivos. Aquí en París, al menos, me siento libre y pese a que mis zapatos arden al contacto con los adoquines, en el fondo, disfruto del anonimato que me da la capital francesa. En Madrid me es imposible.

Tengo situado el edificio en el barrio de Le Marais. Tres alturas en una esquina que bien pudiera ser cualquiera de los millones de edificios que hay repartidos por la ciudad eterna. Si acabo el trabajo pronto creo que iré al cine o a uno de esos espectáculos donde las plumas tapan la deseable piel de las bailarinas. En Madrid, sólo un grupo de amigos somos capaces de infiltrarnos en un garito clandestino situado en la zona de Goya. Allí las jóvenes promesas de nuestros cine protagonizan bailes de alto contenido erótico mientras el humo y el olor a cerveza lo inundan todo.

En la tercera planta está su apartamento. Saco mi molesquine y anoto: ’30 de junio. París. Apartamento localizado’. Me gusta anotar, paso a paso, todos mis movimientos cuando me enfrento a una prueba de estas características. La portera del edificio no es demasiado mayor pero al decirle que soy periodista español ella grita de alegría. Se fue a París cuando era casi una niña en 1939. ‘El, creo, no está en casa. Ella sí. Casi nunca sale. Suba’. Le besé la mano en señal de agradecimiento. Subí por la escaleras de forma tranquila, segura, repasando en inglés qué le diría si ella me abría la puerta. Soy de los pocos que en la redacción habla inglés. Por eso me tocan este tipo de entrevistas. Por eso no dudan en enviarme a sacar lo mejor de cada una de mis entrevistados. Toqué a la puerta. Tres veces. Tres golpes secos. Toc-toc-toc. Esperé unos segundos. Oí pasos en el interior del apartamento. ‘¿Quién es?’ dijo en inglés una voz femenina. ‘¿Pamela?’ Respondí. ‘Sí, soy yo ¿quién demonios es?’ Me espetó. ‘Pamela, soy Roberto Val, periodista. Vengo de España para entrevistar al señor Morrison. Hablé ayer con él y concertamos para hoy la visita’. Era mentira. Jamás concerté esa cita, pero era un recurso que nunca fallaba. ‘No está. No voy a abrir. No quiero ver a nadie. Siéntese en la jodida puerta a esperar al jodido señor Morrison’, volvió a gritar.

Malas noticias. Ella no abriría la puerta. La puerta que me dejaría ver su morada permanecería cerrada para siempre. No podría situar la escena de mi entrevista como me ocurrió con mi primer trabajo unos años antes con Norma Jean. Ahora mismo, al menos, la suerte no estaba de mi lado. Sin embargo, algo en mi interior me dijo que le hiciera caso. Pamela Courson me dio una orden y yo la acepté. Y me senté en el último jodido escalón, apenas a unos metros de distancia de esa puerta. Me senté a esperar.

Pasaron dos horas. Dos horas de extraño silencio que a veces se rompía con algo que se parecía a un llanto agónico que salía del piso que, aparentemente, solo habitaba Pamela. Dos horas que se me hicieron eternas. Dos horas rotas por una puerta que se volvió a abrir. La figura de un ser orondo, con una barba de varios meses y unos pelos largos descolocados, sucios, se dibujó a través de ella. ‘Eres un puto mentiroso. Yo no he hablado nunca contigo. No me gustan los periodistas. Sois carroña, sois como esos perros del desierto de Mojave. ¡Y encima español! ¿Qué puto país es ese? ¿El del enano bajito que se llena el pecho de medallas de chapa? Roberto Val. Español. Vienes a visitarme. Vienes a entrevistarme. Vienes a llevarte mi alma para coserla a una hoja de periódico. Eres un puto brujo. Un puto ladrón. Cabronazo valiente que le has mentido a Pamela para llevarte mi cabellera. Pues esto es lo único que te vas a llevar. No voy a hablar contigo. No voy a hablar nunca más. Mi garganta, mi lengua, mi voz ya están muertas para siempre. Dilo así jodido español’. Y cerró la puerta. Una puerta que nunca más abriría. Una puerta que permanecería cerrada para siempre.

Volví al apartamento hasta en cuatro ocasiones más. La última anoté en mi molesquine. ‘París. 3 de julio. La policía tiene la zona acordonada. La garganta, la lengua, la voz de JM están muertas. Hoy nace la leyenda’.

 

Foto: Pamela Courson