Soy dueño de mi sueño


Diario IDEAL, 15 agosto 2013

Acabo de soñar. He tenido un sueño y aún me dura la zozobra del mismo. Esa luz me ha cegado durante tanto tiempo que apenas he podido controlar los latidos de mi corazón. El ruido era tan ensordecedor que por unos instantes he perdido por completo mi ubicación. Y eso es muy extraño ya que habitualmente no soy un ser que se sienta perdido porque me siento muy pegado a mi realidad. Pero reconozco que el sueño me ha angustiado. No puedo dejar de pensar en esa luz. El ruido aún retumba en mi cabeza. Tengo la garganta seca y mi nariz está repleta de polvo. Estoy ciego. Sigo oyendo ruido. Este sonido no me es familiar. No soy capaz de identificarlo y esto me está angustiando aún más. Me cuesta respirar. Pero sé que estoy soñando. Soy dueño de mi sueño aunque me temo que la situación está descontrolada. Nada en mi vida ha sido descontrol. Siempre he vivido con todo marcado, medido y hasta mi destino estaba fijado por una extraña alianza entre mis progenitores y sus protectores. Por eso, conocedor de mi situación a lo largo de casi toda mi vida, este sueño me está torturando.

No sé donde dirigir mi mirada porque aún el efecto del fogonazo que ha presidido esta pesadilla me tiene completamente privado de este sentido elemental. Para mí no sólo es elemental; es fundamental. Es mi mejor sentido. Es curioso. Muchos de los que me rodean apenas si ven, o tiene una visión difusa, confusa y todo, de origen congénito. Es decir, ya nacieron así. Sin embargo yo tengo una vista aguda, muy aguda. Un día escuchaba una conversación en la que varias personas alaban mi vista comparándola con un halcón que usaban para no sé qué extraña actividad de limpieza de roedores, esos asquerosos bichos que siempre han estado presente en algunas de mis noches de insomnio. Aunque ahora, cegado, desorientado, atrapado por el efecto de este maldito sueño, no sé si en realidad o no, he visto algún roedor en mi vida. Y eso que tengo muy buena vista. Y eso que han hablado siempre de mi excelente agudeza visual.

Pero estos segundos en los que todo es blanco, son angustiosos. Son desconocidos. Como el griterío que ahora parezco intuir. Pero no estoy muy seguro. El polvo del suelo me sigue secando la garganta. Casi me ahogo. Y noto el polvo en mis ojos. Luz y polvo. Sin embargo estos segundos, que parecen eternos, comienzan a mezclarse con el ritmo de mi corazón. El reloj lo llevo dentro. Como impreso en mi ADN. Soy un ser medido. Ya lo había dicho antes. Medido y dirigido. Medido y atendido siempre por medidas. Recuerdo entre esta angustia por el polvo en mi garganta, el ruido enloquecedor y mi ceguera momentánea, estar siempre rodeado de medidas y pesos. Todos siempre preocupados por lo que medía y pesaba. Hasta hoy, incluso, antes de este sueño, he sido medido y pesado como esos vecinos míos que un día dejaron de serlo porque alguien dijo, mientras paseaba a mi lado, que su muerte había sido por una causa justa y buena. El mundo estaba necesitado de causas de ese tipo. Pero nunca llegué a entender la obsesiva existencia de tantas medidas en mi vida.

Tarde de sol. Tarde de moscas. Tarde de clarines. Caballos. Gentío, sangre y arena. Allí estaba el morlaco llamado ‘Trompetero’ de 550 kilos, negro zaino, criado desde que nació en la ganadería de Fernández Todopoderosa. Era un toro perfecto. Y aunque dicen las crónicas de aquella tarde que el bicho salió aturdido y con sensación de estar perdido, en cuanto se supo en la arena, es decir, se encontró con su destino, no defraudó dejando para los anales de la historia una de las mejores faenas que se recuerdan en la plaza. Tan ese así que su testa fue expresamente disecada y hoy cuelga en el salón del ‘Lagartija’, maestro de veinticinco años que aquella tarde triunfó con la nobleza de un rey. Su juventud acabó con el sueño de un toro que creyó nacer para ser eterno. Aunque eterno es el sueño del torero por repetir una tarde como la de Trompetero. Descanse en paz.