Y no ha pasado nada

Diario IDEAL, 25 junio 2014

Querido amigo lector. Como bien sabrás ésta es la última columna de este curos y como viene siendo habitual sustituiré mis devaneos mentales por pequeñas historias que puedan ayudarte a soportar la canícula con más regocijo, mientras das sorbitos al gazpacho, tiras de tajá de sandía o simplemente bailas al sol el hielo que te acompaña en ese café solo.

Gracias a los amigos de IDEAL, viene siendo ya una tradición que se alarga por años que, durante los meses de julio y agosto, me descerraje el seso para presentarte ocho relatos diferentes que, unas veces saco de la propia realidad informativa, y las otras, de un simple mareo literario al colocarme frente al teclado de mi portátil.

Pero mientras llegan esas ocho nuevas entregas, me quedo este semana con un par de acontecimientos que, a buen seguro, no te han pasado desapercibidos. Por un lado tenemos la eliminación de la Selección Española del Mundial. Los que amamos el deporte sabemos qué es el deporte. En la mayoría de los casos, derrota tras derrota. Lo demás pura superación. Por eso no nos extrañamos de que es posible que, también, nuestro combinado nacional palme. Es la ley del fútbol. No se puede ganar eternamente. Es más complicado, sin embargo, explicarle a las generaciones que han conocido a una España vencedora (siempre) que esto ocurre. Estos días hemos estado de papás terapeutas mostrando la otra cara de la derrota y que algunos que peinamos canas jamás nunca antes vimos tanta gloria en nuestro equipo nacional.

Sin embargo, hay algo que ya no volverá a ser como antes y ésa la gran diferencia que existe entre mi generación y la de mis hijos. Ha sido esta Selección la que nos ha enseñado a mostrar nuestras banderas nacionales sin que nadie te insulte por la calle. Cuando yo tenía diez, doce, catorce años,  ese gesto era impensable (y añado, inseguro). El riesgo, el insulto de siempre (como mínimo). Ellos ya no saben ni entiende qué es eso del escupitajo progre de ‘¡facha!’, y pueden/mos sacar nuestras banderas, camisetas, pañuelos, tazas, etc.,  sin ningún tipo de rubor y con las más natural de las naturalidades como lo pudiera hacer un ciudadano argentino, chileno, mexicano, indio, japonés, australiano, polaco o sudafricano.

Añadido a esto, a este aire de absoluta normalidad, nos metemos en el segundo acontecimiento que ha sido la sucesión en la jefatura del Estado. De nuevo, y otra vez, España ha vuelto a dar señales de que somos más maduros, equilibrados y sensatos que lo que nosotros mismos nos creemos. La inmensa mayoría de los ciudadanos quiere vivir en una España moderna, europea y con una monarquía parlamentaria cuya legitimidad reside en la que le da nuestra Carta Magna. El debate sobre el modelo de jefatura de Estado yo lo dejé cerrado hace un par de semanas. Así que mi postura actual es de sobra conocida. Todo ello no es óbice para testimoniar que, en este caso, otro más, el cambio ha sucedido en la más absoluta normalidad institucional imaginable, algo que me congratula porque en esto, lo mismo que en lo de las banderas, nos hemos terminado pareciendo a nuestros amigos británicos, holandeses o noruegos, cuyas monarquías son estables, democráticas y forman parte de la estructura del Estado con mayor o menor presencia mediática, le pese a quien le pese.

En resumen que, poco a poco, insisto, pese a los atisbos neobolivarianos que aparecen, que son pero que no lo son (porque en el fondo todos desean poder y dinero), España es cada día más un poquito ‘más Europa’, un poquito ‘más moderna’, ‘más estable’ y cuando sales por ahí fuera se ve así. En la semana de Felipe VI la prensa internacional sólo nos ha alabado y ha referenciado el comportamiento de los vecinos de Madrid y su ciudad como lo que son/somos: una ciudad abierta, moderna, donde caben todos. Como nuestro país. Como nuestra nación. Como es España. Y si nos paramos a reflexionarlo un poquito más nos daremos cuenta que no ha pasado absolutamente nada. Y eso es bueno. Es muy bueno.

‘No news, good news’ dicen los anglosajones. Este pasado fin de semana me paseaba por las abarrotadas y aún engalanadas calles de Madrid. El ambiente era y es envidiable. Feliz verano compañero de lectura.