Llego destrozado y con una enorme rozadura en mi talón derecho. Todo está desarregladamente ordenado. Los periódicos campan por sus respetos; los libros se apilan y un colchón apoyado contra un mueble repleto de copas vacías hace las veces de cama caniculera. Bebo zumo de naranja y agua. Ocho vasos al día. Un ventilador describe elipsis aéreas desde el rincón al que una vez me mandaron a que pensara, porque pensar en uno de los mejores ejercicios de realidad, y ahora ya no sé si todo esto es real o inventado. Revistas viejas, alguna colilla de cartoncillo, un diminuto teclado, el miedo a la gripe a, b, c o la puta madre que parió a todas las variantes de gripes aviares, porcinas, vacunas y caballares. Total, si no hay animales en casa, nada hay que temer. Sin embargo, están en la calle. Porque la calle está cada vez más atestada de animales, maleducados, pestosos y asquerosos, cutres, canis y demás jungla postmoderna aplastada por la explosión de la burbuja promotora-especuladora. Pero me doy cuenta de que nada de esto era lo que quería escribir, porque mi intención era contar una bonita canción de amor, una baladita que no trajera sexo, ni tangas, ni bragas… sólo amor descopulado, anorgásmico y con letra, ritmo y estilo Pau Rubio. Menudo monólogo interior pespunteado. Así del tirón. Y eso que son casi las seis de la tarde y estoy muy aburrido que viene de aburrarse, que al fin y al cabo es un animal, como yo, que tampoco soy muy diferente, entonces, a los demás. Inútil ser diferente. ¿Y ser indiferente? ¿Volverse invisible? ¡Cuántos vestuarios habría que visitar! Y hoteles, probadores, picaeros y demás lugares donde poder mirar porque es gratis. Y si es gratis, ya se sabe. No vale nada. No. Eso no. Léase lo que dice José Antonio Marina al respecto. Esto va para los literarios.

Para el resto: respira, sí, ¡tú!, respira… que nadie te mira.

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