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2009Enigmático desierto (V)
Comenzamos a serpentear yendo por las faldas de las dunas. Mientras, Jamel y yo empezamos una conversación que variaba del italiano al francés, de ahí al español… En esos minutos llegué a comprenderlo, a sentirme casi su hermano. El desierto, decía, es nuestra madre. Hay familias que cuando tienen vacaciones vienen con sus hijos tras acabar el colegio, dos o tres semanas al desierto. Es su descanso. Días en el desierto. Se vuelve al seno materno. Se regresa a ese trozo de Tierra que nos parió a todos.
A lo largo de todo el camino que hice a pie, no sentía el calor de la arena; a veces incluso estaba fría. Era una sención muy extraña. Era la primera vez que caminaba descalzo durante tanto tiempo sobre la harina quimérica del desierto. Recodaba a la fuerza, los elemento de Coelho. Quería, deseaba, soñaba hablar con el desierto. Allí estaba. Era mi oportunidad.
Algo se vió a unos centenares de metros del lugar por donde trasitábams. Era el techo de nuestra jaima. La tienda que esa noche nos albergaría. Al llegar, había dos guías más: Alí y Mohamed. Estaban ultimando los primeros preparativos para pasar la noche.
Los dromedarios se detuvieron. De nuevo a tierra. La expedición había llegado a su fin. Estaba atardeciendo; nos situábamos a unos doce kilómetros, aproximadamente, de nuestro punto de origen. Máximo silencio, roto por la llegada, desde levante, de otro grupo de expedicionarios que destacaban por el blancor de sus pieles. Al llegar y presentarse, descubrimos que eran suecos. Una familia completa de níveos suecos que trabajan, todos, en Ikea.
Jamel nos hizo sentarnos alrededor de unas mantas y comentó que en el desierto no hay distinciones. Todos debíamos compartir lo que tuviéramos. Comeríamos y beberíamos del mismo recipiente.
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