Metralla

La nariz está siempre llena de barro. Es una de las peores consecuencias de estar metido en una trinchera. Tienes los pies hinchados, la ropa, de forma permanente, mojada y las manos congeladas. Es difícil descorrer el cerrojo del Lee-Enfield para volver a meter varias balas. Esta noche está tranquila. Si pego el oído a la tierra oigo como laten, de lejos, los carros de combate. El sargento está a punto de pasar la ronda. Me abro la casaca. Junto a mi corazón está ella, la lata. Una lata de apenas cinco centímetros que guarda mi único secreto, mi único fantasma, mi único motivo por el que estar en el frente. Un par de medias de Erika. El sargento pasa golpeándome las botas. ¡Vivo! grito. Sólo me contesta con una especie de rebuzno. Suena una andanada. La chispa salta a escasos metros de donde estoy. No sudo; sin embargo, noto un chorro caliente bajando hacia mi ombligo. Me vuelvo a abrir la casaca. Un trozo pequeño de metralla despistada he llegado hasta más alla de donde debía. Atravesó la lata, quemó las medias y ha partido en dos mis ventrículo derecho. Sus medias, ahora, se bañan en lo que no quiso de mí en Deventer. Su perfume, huidizo, será el que aderece este fin. Erika me enseñó como nadie a cómo aprender a morir… desangrado.

*Foto: Juan Montoro