Mojito, María y Trafalgar

Diario IDEAL, 12 agosto 2009

Llevo varios años buscando un lugar que permita, pase lo que pase, conseguir cierta serenidad. El trajín del día a día nos obliga necesariamente a buscarlo de forma, casi compulsiva. Sobre todo, si lo que precisamos es que nuestro cerebro se “resertee” de un modo efectivo, ganemos disco duro y sobre todo, la memoria vuelva a sus mejores estados de rendimiento, de cara, eso no hay duda, a un nuevo curso que se presenta si cabe más dificil que el anterior. No hay nada más que echarle un vistazo a la prensa estos días: da miedo. Todos los parámetros nos indican que aquí lo tendremos -lo vamos a tener- duro de solemnidad. Hasta el Wall Street Journal, días atrás, avisaba a navegantes. El camino español será largo; largo, largo como un día sin pan. Quizá nos lo merezcamos por haber dispensado despilfarros a diestro y siniestro. La Derecha y la Izquierda, tiran por la borda al unísonos trajes, aeródromos, operaciones inmobiliarias, cesiones idomáticas o pactos nacionalsindicalistas. Es lo que hay y pagaremos por ello. Ya pagamos. Los estamos pagando con esta clase política tan zafia.

Pero como quiera que a todo cerdo le llega su San Martín, aquí, en este lugar que permite ver todo lo anterior con cierta perspectiva de ‘que me quiten lo bailao’, miro a babor y atisbo las montañas del continente africano. Nos separa una manga de agua de apenas unos kilómetros. Si miro a estribor, el perfil del Cabo Trafalgar permite observar las más bellas puestas de sol que jamás vieron estos miopes ojos. Y si miro hacia abajo, me acompaña un gracioso mojito que juguetea con el nombre de mujer más universal de todos: María.

Esta parte de España, este reducto donde los especuladores/sobornadores de concejales de urbanismo parecen, por fin,  haber dado de mano hace unos años, nos permite disfrutar de playas huérfanas de grúas, kilométricamente salvajes, con gentes que se pasean casi como los trajeron a este mundo, y nadie en su sano juicio, se atreve a juzgar lo que el de más allá lleva, hace, piensa o sueña. La playa, esa piscina de pobres, permite democratizar y relativizar nuestra posición. Aquí, los “cienes y cienes de mingolles” no valen si estás calzado de panza, y la más sencilla de las cajeras, presume de un tipo escandalosamente envidiado por la señora que luce ositos que rebotan en sus neumáticas cartucheras. Pero es que ésta es la vida. Así debiera de ser. Y es lo que tiene estar entre dos continentes a un solo golpe de vista. Esta sensación de minusculez absoluta sólo la consigo aquí, rodeado de molinos de viento, vacones y toracos que pastan entre girasoles. La arena es prima hermana de la del Gran Erg y el cielo deja que se cuelguen de él miles de cometas que arrastran a “skysurfistas” o niños que sueñan con volar al estilo Jimmy Hendrix. Y es que Zahara de los Atunes es eso y mucho más.

Pero en lo que a mí respecta tiene todo lo que cualquier hombre debería soñar con tener: un horizonte al que hablarle mientras dejas que la gran moneda dorada se esconde tras el recorte de una montaña, argentea un océano que no es de diseño. Es de verdad, como las gentes de este lugar.