El acantilado

Saltar o no saltar. Es la eterna pregunta que hay que hacerse cuando se está ante la decisión. Eliges, siempre. Un paso adelante o quedarte donde estás. Mientras, escuchas como cada ola deja en la piedra un nuevo mensaje. Siempre he querido ver el mar desde mi ventana. Porque he visto muchos mares… azules, grises, sin horizonte, de arena, de gente. He deseado que en ese mar, balanceado una y otra vez, unos abrazos diminutos  -enormes en potencia – se me hicieran eternos, infinitos, inagotables…

Pero el acantalilado te avisa de que el tiempo pasa. Él, de forma invariable, te muestra que, contando olas, las manecillas avanzan en formación para invadir lo que necesariamente es suyo: el tiempo.  Tiempo que deja de serlo en tus brazos -sí, los tuyos- o en sus miradas.  Y el acantilado lo sabe, porque es parte de la Tierra y a ella volveremos, antes o después, en forma de carne, huesos y polvo. Pero por eso, aún sigo buscando donde poder vivir, aunque la transparencia de mi alma sepa que siempre quise vivir junto al mar. No me importa morir mojado. El sudor contiene  aún más sal.

Ahora, acantalilado, que  conoces que quiero saltar, déjame al menos que cuando me sumerja pueda oír, aunque sólo sea un segundo, sus voces.

Porque si de algo tengo miedo, es de esta soledad.