El luchador

Diario IDEAL, 19 febrero 2014

La Sexta tuvo a bien proyectar el otro día ‘The wrestler’ (El luchador), la película que trajera, una vez más a primera plana internacional, al otrora ‘sexman’ llamado Mickey Rourke. Cuando vi por primera vez ‘Nueve semanas y media’ pensé que aquel tipo, yuppie de Nueva York, era lo que yo quería ser. No sólo tener un apartamento brutal, lleno de aparatos de música moderna, sino disfrutar de aquel armario repleto de trajes negros y camisas blancas, impolutas. Todas iguales. Ninguna corbata. Y poder ligarme a la rubia más sexy de la ‘Gran Manzana’ que, además, me quitaba el sueño porque la tenía desnuda en un póster de interviú, pegada en la puerta de mi armario. Cada vez que lo abría pensaba en qué destino me tendría reservado para mí la vida y si mis sueño neoyuppies por las calles de Nueva York serían o no realidad. Por supuesto que no. No han sido así. Pero los de Mickey tampoco. Abrumado por éxito él decidió tirar su carrera por la borda y dedicarse a la lucha y sus muchas maneras, limpias y sucias, de entender este deporte, con variantes pugilísticas incluidas.

No es de extrañar, entonces, que Rourke cosechara toda una serie de premios y reconocimientos por esta película, donde Marisa Tomei apostó por desnudarse sin complejos. Mickey, en realidad, se representaba a sí mismo. Clembuterizado y anabolizado, con la cara destrozada por palizas y botox, nos recuerda en cada escena que uno recoge lo que siembra. Aunque llegado a este punto no sé si esta afirmación es cierta o no. El, en esta película, parece que sí por eso decide agotar todas sus energías en el único sitio donde se siente querido: el ring. Es la clave de la película. El escenario, el ring, la plataforma, la pasarela, la ventana… hay mil lugares con equivalencias similares. Incluso ‘el candelabro’.

Sin embargo, pese al efecto narcotizante que tienen todos estos lugares, ‘The Ram’ o sea Mike, en el fondo, es un luchador en toda la extensión y fuerza de la palabra. Porque luchador es el que se parte la crisma con la puta realidad que no deja de dejarte cicatrices repartidas por todo tu cuerpo y mente. Y pese a que entrenes, pese a que tomes analgésicos, o que incluso te vaya la vida en ello, nadie, salvo el rato en el que estás subido en el carro de la fama, te agradece o reconoce nunca jamás. Por eso viene el inexorable declive, el cansancio, casi la extinción. Es el olvido y hasta la agonía de la soledad envuelta en un plumón recosido a base de trozos de cinta americana.

‘The wrestler’ vuelve a ser para mí, una alegoría del camino recorrido, aunque con la salvedad de que al mirarla, tú puedes parar, reflexionar y ver si en realidad, el camino que llevas es el adecuado o no, porque estás hasta los mismísimos de que te partan la puta cara, día sí y día también. Y no te escupen porque está mal visto.

¿Y el final debería ser la soledad? El epílogo de esta film es ése. Incluso la stripper que cada noche seduce a cientos de hombres, también solitarios, es la más solitaria de las mujeres, que usa sus tetas para poder llevar un puñado de dólares a su casa, soñando con poder emigrar, un día, a una ciudad más cálida y poder ofrecer a su hijo un futuro apartado a ese extraño olor que desprenden los clubs de alterne, donde se mezcla el olor a sudor de ellas, el alcohol, la testosterona con fecha de caducidad de ellos y los perfumes que pretenden enmascarar todo lo anterior.

Ser un luchador, me temo, tiene como recompensa la soledad. Como el corredor de fondo o el nadador de largas distancias. O el montañero, o el submarinista. O el ama de casa o el eterno aspirante a dar con la tecla de algo que evite seguir siendo luchador.

Pero esto sería ya otra historia. Y lo que hoy nos ha ocupado es que este tipo de films nos ayuda a reconocernos en sus metrajes pese a que el fondo, lo que queríamos en su día, era ser como el prota pero en los años 80. Ya no sabemos donde dejar el sombrero, pero los pezones de adamantium que exhibían Kim Bassinger entonces, parecen de película, frente a los reales taladrados de Tomei. Tampoco sé ahora cuáles me gustan más. Pero ¿por qué debemos estar toda la vida eligiendo? La fábula de