La generación invisible

Llevo varios días organizando este post en mi cabeza. Otra publicación de mi amigo Lorentzero me puso en los raíles y hoy un mensaje de mi hermano Francisco, han encendido la mecha, la mecha de la ‘generación invisible’. Sí, soy, somos, de una generación invisible. Los que cabalgamos entre esos años del 68, 69, 70… nos han convertido en una generación invisible. Fuimos educados para hacer siempre lo correcto. Hablar de usted a todo el mundo, estudiar sin rechistar, misa dominical, honrar a tu padre y a tu madre, ni mentir ni robar y cuidar siempre de tus hermanos menores, como si fueras más que un padre o una madre. Eso nos imprimió el marchamo de ‘responsables’. Responsables para todo. Hijos responsables, hermanos responsables, estudiantes responsables, amigos responsables, esposos responsables, padres responsables, trabajadores responsables. Desde pequeños nos hicieron como somos aunque en realidad nos gustaba dar balonazos en la calle, meternos en obras para escalar por los andamios, jugar a la pipiola, indios y vaqueros, no parar con las bicis, subirnos en columpios de hierro, o meternos debajo de las vías del tren para sentir cómo la tierra vibraba mientras el ruido del tren nos dejaba sordos nada durante minutos. En Navidad hacíamos concursos de belenes; en mayo cantábamos ‘Con flores a María’. Y todo aprobado en junio. Un poco más mayores se nos exigió una carrera, una carrera con título, sin perder ni un solo año porque había que acabar y trabajar. Y trabajar, a ser posible, en un puesto de toda la vida: un banco, un instituto, un ayuntamiento. Nadie nos preguntó nunca si a nosotros nos gustaba estudiar o no. Se nos pedía todo. Porque era todo lo que debíamos dar. Y sin rechistar. Porque una mirada de tu padre bastaba para paralizarte. Y acabamos de estudiar y cumplimos todos y cada uno de las exigencias que se nos habían impuesto. ¡Eramos tan responsables! ¡Y tan invisibles! Sólo había dos cadenas de televisión y un teléfono para hablar una vez a la semana con los abuelos. Nunca nos preguntaron por nuestros gustos musicales o cinematográficos. Pero nunca nos dijeron ‘no’ a los que elegimos. Desde ‘Fiebre del sábado noche’ a Loquillo. Y celebrábamos cumpleaños con música y al llegar las lentas, nos achuchábamos. La modernidad fue la ‘Movida’ y ‘La bola de cristal’. Nunca tuvimos redes sociales pero teníamos amigos con los que salir a la calle a cualquier hora del día. Fumábamos en bodas, bautizos y comuniones y nuestros abuelos nos enseñaron a beber vino sin importarles ni a ellos ni a los taberneros que tuvieras diez o doce años. Aprendimos a hablar y dialogar de política viendo ‘La clave’ y nuestros desnudos siempre eran los de ‘Interviú’. Eramos responsables. Y felices. E invisibles. Porque siempre se nos pidió que lo diéramos todo. Como en la actualidad. Ahí estamos en medio de nuestra vida, sin saber muy bien si nos queda mucho o poco por vivir. Hemos dejado a nuestros seres queridos por el camino y vivimos, en silencio, la enfermedad de otros, esperando que las luces se apaguen para que el siguiente que salte al campo seas tú. El siguiente de la lista. Llevo noches pensando en lo que leí hace no mucho sobre los nuevos hippies. Los de nuestra generación, los invisibles, a los que se nos ha pedido que lo diéramos todo, estamos a punto de llegar a esa edad donde nos desconectaremos de todo y volveremos a ser como antes. Sin teles inteligentes, sin redes sociales, con libros y con un teléfono sólo para llamar o hacer llamadas una vez a la semana. Y de esta forma cerraremos el círculo. Nacimos en plena explosión hippy y moriremos siendo los hippies del siglo XXI. Aunque yo vendería mi alma al diablo y regresar a aquella época, tal vez en blanco y negro, porque al menos nos quedaba toda una vida por delante. Pero como eso no podrá pasar, porque el diablo está ocupadísimo, aquí seguimos, pensando si hay que frenar antes y, al menos, vivir lo que nos quede con ese espíritu del momento. Y ya que somos invisibles hacer lo que nos de la puta gana.

(San Antonio, TX. Junio 17, 2020).