No importa que llueva si estoy cerca de ti

 

Diario IDEAL, 12 junio 2013

Hoy arranco con este pegadizo estribillo de una coplilla que suena en las radios y que canta -no lo sabía- un grupo llamado Efecto Pasillo. Estas nueve palabras me sirven de enganche para ser el hilo conductor de la columna de hoy. No recuerdo el día que decidí escribir poesía. Sin embargo, este arte de tan longeva tradición humana -no en vano es la gran medicina para el alma-, ha estado rodeada siempre de un halo de cataclismo vital que nos asomaba a los precipicios de lo más oscuro de nuestro ser.

Reconozco que hubo una época en la que escribía, simplemente, porque, como poeta, uno debe pensar en morir al menos más de dos docenas de veces al día, aunque sólo fuera por amor, por ese aroma prendido en los colores de un semáforo o por esa fotografía de unos ojos de niño comidos por las moscas del hambre.

Esa tradición fúnebre, me llevó durante muchos años a llenar espacios en blanco con toda una suerte de viajes al infierno del que pensé que nunca podría salir, porque, el poeta, está destinado a morir intentado, con sus versos, cambiar el mundo que lo rechaza, se burla de él o simplemente, no lo comprende. Por eso se rodea de miseria, introspección, celos, egocentrismo y hasta ejerce, o le gusta hacerlo, de maldito bastardo. Esta es la parte de la poesía que, sin embargo, nunca me gustó ni me atrajo. Tal vez porque ni soy miserable, ni egocéntrico, ni celoso de las creaciones ajenas, ni el bastardismo de fusta y palabra malsonante, va conmigo. Sin embargo anduve por el proceloso submundo que no conoce de límites y tu alma es algo así como una enorme barca a la deriva, requeteagujereada, a punto de hundirse, embestida, ola tras ola, por un inmenso océano de incomprensión.

Pero llega el sol. Sí el sol. Y sales. Y te das cuenta que, pese a todos estos agujeros, en realidad muchos fabricados por miedos, frustraciones o inadaptación, son inexistentes, y que flotas, navegas, y gracias a muchas de las personas que te rodean, eres un superviviente más. Por eso, poco a poco, te apartas de la penumbra, la soledad, el viaje a los infiernos y te sitúas en tu posición natural, donde la luz prevalece, porque los que te rodean te dan luz, porque los que te quieren, respetan, acompañan te ofrecen esa luz, que por ser luz, calienta, guía, ilumina y da sentido a ese navegar, unas veces con la mar en calma y otras, atragantado entre una mar gruesa con olas que desean engullirte para siempre. Pero ahí estás tú, asido al timón y rodeado por un inverso de luces, unas más cercanas y otras más lejanas, que pese a que llueva, te hacen sentirte inmensamente afortunado y agradecido.

No hace mucho oí o leí, que un ejercicio sano para buscar o hallar la felicidad es meditar, al menos, durante cinco minutos diarios y dar gracias y sentirte agradecido por un montón de cosas que, seguro, bien las merecen. No en vano, el viejo refrán