La chica de los pies perfectos

La chica de los pies perfectos by Vagamundos TAGS:

Diario IDEAL 4 julio 2012

Ahora no recuerdo si tenía doce, trece o catorce años. Cuando uno está apunto de cumplir sesenta, aquellos años se amontonan bajo una misma memoria difusa y espesa. Es complicado cortar aquí o allí para saber donde empiezan o acaban los recuerdos de un año u otro. Lo que sí estaba claro es que aquella visión se produjo en el Peñón. Allí, cada verano, cientos de niños nos subíamos a varios metros sobre el nivel del mar para saltar a continuación para espectáculo de las gentes que nos observaban asustados y asombrados desde la orilla. Pocos valientes saltábamos desde tan alto. Pero la cuestión es que aunque hubiera pocos saltadores, el Peñón se preñaba de jóvenes adheridos a sus paredes rocosas como las calcomanías en nuestros brazos. Las enseñábamos cual trofeos de caza: ‘tres en una bolsa de pipas y la otra se la robé a mi hermano de los kikos que compró anoche’. Era una frase como otra cualquiera dicha en una tarde tórrida sentados sobre ‘la bola’ o ‘la placeta’ para dar el salto al vacío.

Insisto, no recuerdo cuando pasó. Sí sé que era una tarde de calma total. Tarde agosteña donde el mar estaba como un plato. 3 de agosto. El único aire que soplaba era el que éramos capaces de echar por la boca, resoplando una y otra vez al escalar la pared más occidental del Peñón. Esperando turno y concentrado algo me llamó poderosamente la atención: unas bellísimas uñas rojas adornaban los pies femeninos más maravillosos que jamás hubiera visto antes. Aquellos dedos delicados, esos tobillos de ángel y una piel tostada que me recordaba a la corteza del pan que mi abuela me obligaba a comprar cada mañana, me sacaron de la meditación.

Aquella visión provocó que se hiciera a mi alrededor un silencio completo, inmenso, único, irrepetible. Una gota de sudor se me quedó en la punta de la nariz. Soplé y levanté la mirada. La dueña de aquellos maravillosos pies era una dulce y delicada chiquilla, que tal vez tuviera mi misma edad, de una rubio platino que consiguió deslumbrarme por el efecto del sol reflejado en aquella impresionante melena rubia. Incliné la cabeza y pregunté: ¿cómo te llamas? Ella sonrió y encogió los hombros. Era evidente que no me entendía. Me puse en pie para dejar expedito al paso y que saltara. Ella arrancó y al comenzar su titubeante andar dije tocándome el pecho: ¡Yo, Roberto! Su enorme sonrisa evidenció que me ahora sí me había comprendido. Respondió: Ich bin Katia. Intuí que era alemán. Sin dudarlo, cogí su mano y saltamos juntos desde aquella piedra. Más silencio durante el salto. Un salto que ha durado todos estos años. Al caer al agua, entre un ejército de burbujas, movía las piernas al estilo rana para salir a la superficie. Subí tras ella sacudiéndome el agua y despejando mis ojos de aquel agua salada. Otra sonrisa y unas cuantas sílabas: Auf Wiedersehen.

Katia nadó hasta la orilla mientras me quedaba inútilmente varado en el agua sin saber muy bien qué había pasado. La vi caminar entre las sombrillas de la playa hasta que dejé de saber donde estaba. Reaccioné y me puse a nadar como un loco hasta la orilla. Corrí siguiendo sus pasos pero era demasiada la gente que aquella tarde se agolpaba. Nunca más la volví a ver. Sin embargo, recuerdo perfectamente sus pies. La chica de los pies perfectos.

Cada año subo al Peñón, en ese día de agosto; me siento durante horas en la misma piedra y espero con la esperanza de ver, de nuevo, sus pies. Durante todos los años que he repetido la liturgia de la búsqueda de la chica de los pies perfectos, he sentido y revivido aquellos segundos con tanta intensidad que hoy, ya a mis años, no he podido evitar romper a llorar. Una jovencita se me acercó esta tarde para preguntarme: ¡señor! ¿se encuentra bien? En ese momento he sabido que Katia nunca volverá. He saltado un año más y esta vez aguanté hasta casi asfixiarme debajo del agua luchando contra lsa burbujas de la memoria. Ese estruendo es tan lisérgico que entre la enorme mancha burbujeante he creído ver la sonrisa de Katia.

PA: Como cada año, durante los miércoles de julio y agosto, llenaré esta columna con relatos que nos hagan disfrutar de los mejores días del año. ¡Me encanta el verano!

 

La chica de los pies perfectos

Amanece.
El día de ayer me regaló encontrarme con su olor en la Rambla.

Milton Green transportó el aroma de su nombre desde Lexintong Avenue, NY, al corazón de la solitaria ciudad mediterránea que se erige entre barras y cruces.

Sentado, le acaricié su rodillas y no pude cambiar su mirada embriagada de neurosis, depresión, miedo, obstinación con ser madre, inestable.

Era una Medea del Siglo XX que mató a sus hijos incluso antes de nacer, en su corazón, en "Something´s got to give".

Una víctima de su propia sonrisa.

Ayer vi de nuevo los pies de Norma Jean Baker.